Sentado en la cumbre de los vientos, mientras los caracolillos del aire recorren mi cara, me estiro en la hierba con mi fiel libro compañero. Estoy descansando y permitiendo que la naturaleza inunde mis sentidos viendo como las nubes atareadas desplazan sus enormes cuerpos por el cielo azul. Me incorporo y acaricio las tapas de piel de ese manuscrito que me acompaña desde la niñez. No tiene título. Es uno y todos. Aquellos compañeros de viaje y noches insomnes que me han hecho soñar y crecer sin titubeos, con la seguridad de la cultura y los conocimientos. He tenido pesadillas de hogueras inquisitoriales quemando miles de libros prohibidos por el fanatismo del hombre o cientos de termitas devorando sus hojas en bibliotecas maltrechas y abandonadas. Abramos un libro y penetremos en el mundo de nunca jamás, en los olimpos de los dioses o en las casas ajenas del costumbrismo. Viajemos en barcos piratas, aviones de guerra o carrozas decimonónicas. Besemos a la antigua, flirteemos con decoro y sintamos realismos mágicos que provocan cosquillas en nuestro corazón. Este es mi pequeño homenaje a mis libros y es que no estoy loco porque sueño gracias a ellos.
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