Apostado de rodillas, sobre la fría banca de esta iglesia, mis manos orantes imploran la redención. Solo ante Dios pido misericordia por una vida llena de nubes y sombras. El pórtico principal abre sus puertas y un haz de luz se introduce hasta el altar. Murmullo de voces, rumor de ropas y taconear de zapatos nuevos oscilan por la acústica mural de este templo de llanto y gozo. Sigo con mi dura genuflexión sobre la madera obviando la gente que empieza a rodearme. De golpe el silencio se instala entre el público asistente. Elevo la vista y sobre el púlpito aparece una figura mayestática, solemne, radiante, pura. No es el capellán de siempre. ¿Qué está pasando aquí?. ¿Por qué esa barba blanca que me ciega?. ¿Estaré viendo a Dios?. Inicia su arenga, empieza su sermón. Su voz cala mis huesos y me hace llorar. Los presentes se postran sin remisión a la fuerza vibrante de aquellas palabras y la paz llena nuestros corazones. Soy feliz y estoy pleno. Lloro y vació mi inmundicia. Arrepentimiento.
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