domingo, 5 de agosto de 2012

SERMÓN

Apostado de rodillas, sobre la fría banca de esta iglesia, mis manos orantes imploran la redención. Solo ante Dios pido misericordia por una vida llena de nubes y sombras. El pórtico principal abre sus puertas y un haz de luz se introduce hasta el altar. Murmullo de voces, rumor de ropas y taconear de zapatos nuevos oscilan por la acústica mural de este templo de llanto y gozo. Sigo con mi dura genuflexión sobre la madera obviando la gente que empieza a rodearme. De golpe el silencio se instala entre el público asistente. Elevo la vista y sobre el púlpito aparece una figura mayestática, solemne, radiante, pura. No es el capellán de siempre. ¿Qué está pasando aquí?. ¿Por qué esa barba blanca que me ciega?. ¿Estaré viendo a Dios?. Inicia su arenga, empieza su sermón. Su voz cala mis huesos y me hace llorar. Los presentes se postran sin remisión a la fuerza vibrante de aquellas palabras y la paz llena nuestros corazones. Soy feliz y estoy pleno. Lloro y vació mi inmundicia. Arrepentimiento.

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